"Querida, nunca entendí para qué servían los castillos... hasta que nos volvimos todos tan demócratas".

sábado, 12 de junio de 2010

¡NOTICIA BOMBA!


Wilbur Porridge dijo...
Respetado tío Seamus.

El destino se ha desatado sobre nosotros y ahora navegamos indefensos a merced de los acontecimientos que, como olas en una tempestad, nos sacuden ferozmente y parecen encaminarnos directamente a las fauces de Leviatán. Resumiendo: el señor ha decidido casarse. Ahora recuerdo cuando abandonaba Tipperary y tú, poniendo una mano sobre mi hombro, me dijiste: no caigas nunca, Wilbur, en la trampa del matrimonio, esa maléfica institución que te encadena de por vida a alguien que ni siquiera es de tu familia. Debo decir, sin embargo, que el señor parece afrontar el inminente cambio de estado civil con alegría y pasea por la casa con una perenne sonrisa en el rostro que recuerda un poco al rictus que se le puso al viejo O’Mallory a los pocos días de pisar un clavo herrumbrado. Debo ahora continuar con los preparativos de la celebración, pero te mantendré puntualmente informado. Con afecto.

W.
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Ebenezer McGrog dijo...
- ¿Mi opinión, dices? Fui educado para no juzgar las decisiones personales de los demás, Rose, y menos aún las que afectan a la clase encargada de regir los destinos del Imperio. Me limitaré, por tanto, a desear una venturosa y larga vida conyugal a Monsieur y a su encantadora prometida, a quien tuve el honor de recoger en mis brazos el día de su bautizo cuando fue lanzada por los aires por Lady Cheddar, su madrina, como consecuencia de un inoportuno tropezón.

9:38 AM
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Monsieur de Sans-Foy dijo...
LOU, querida...

Créeme: estoy tan sorprendido como tú.
Cuando llegué a Bollington Court, para la temporada del urogallo, la idea prometerme en matrimonio ocupaba en mi mente un lugar próximo a la de hacerme monje budista o pintarme de rosa las uñas de los pies.
Pero... ¡la vida toma sus propias decisiones!

Nunca ha habido secretos entre nosotros, darling (a excepción de aquél turbio asunto de la patente del descorchador de sidra...) Pero volvamos al tema.
Lo cierto es que habíamos pasado un Sábado estupendo, matando bichos y peleándonos por los cadáveres. ¡Nada como una masacre indiscriminada para fortalecer el ánimo y la autoestima!

Es el tipo de cosas que hizo de nuestros antepasados los grandes hombres que fueron. (Claro que, ellos no se limitaban a matar aves)
Lo cierto es que regresamos a casa pletóricos de energía animal.

Durante la cena, el clarete y el Jerez produjeron su salutífero efecto calmante, y todo el mundo se sentía estupendamente.
Todos. Incluída Mary Tipton, que parecía haber superado su etapa espiritista, sufragista y Hare-Krishna, para volver a la alegría mundana. Demasiado mundana, en realidad.


Cuando las señoras se retiraron de la mesa, creí haberme librado de sus atenciones, pero, a lo largo de la velada, percibí que su actitud hacia mí era, digamos, incómodamente amistosa.

Fue cuando me empujó dentro del cuarto de la plancha y empezó a forcejear con mis pantalones, cuando comprendí que el cariz de los acontecimientos acosejaba una retirada estratégica, así que salté por la ventana. Afortunadamente, era un primer piso, y justo debajo estaba el pequeño Morris del reverendo Foxtrott. Ya sabes, el azul. Es mejor que lo recuerdes como era.
No tuve tiempo de evaluar los daños: paralizado por el terror, pude ver cómo Mary Tipton se descolgaba velozmente por el canalón. En ese momento, supe cómo se sintieron los belgas cuando los alemanes atravesaron impunemente el Mosa.

Por segunda vez en tan breve tiempo se me presentaba la oportunidad perfecta para una retirada estratégica. Cojeando y con el frac algo maltrecho, me escabullí entre los parterres como un zorro acosado y gané las escaleras. Minutos después, desfallecido pero a salvo, cerraba la puerta de mi habitación.

¿Mi habitación? Sí, por supuesto... La tercera a la derecha. ¿O era a la izquierda?
Aquél sencillo camisón de gasa desplegado sobre la cama, me dio la respuesta.
Una delicada voz de mezzo cantando “O Danny Boy” desde la ducha, confirmó mis temores.
¡Diantres! Me había metido en la habitación de la pequeña Bollington.

-Tranquilidad y firmeza, Eugène - me dije- Aún no ha sucedido nada irreparable.

Conteniendo la respiración y con los zapatos en la mano, me deslicé por el parquet en dirección a la puerta. La abrí sin ruido y me ví de nuevo en el pasillo. ¡Era libre!

-Buenas noches... Monsieur.

¡Maldición!
De entre todas las criaturas con las que Dios, en su infinita sabiduría, ha poblado los continentes, los mares y los pasillos, ¿tenía que tropezarme precisamente con el reverendo Foxtrot?. Saludé con una reverencia y me encerré en mi habitación, a solas con mi conciencia.

-Eugène, muchacho... Después de esto, tendrás que casarte. Noblesse oblige -dijo mi conciencia, que es así de redicha-

Se lo comuniqué a la interesada en el desayuno, mientras finiquitaba sus huevos con bacon:

-Precioso vestido, querida. Por cierto, uh... ejem... Estamos prometidos.

Me miró con esos enormes ojos de gacela, color de avellana, y pensé: -Caramba... Quizá no haya sido una tragedia griega, después de todo.

-¿Ah, sí? Hum... ¿Y cómo ha sido eso? –replicó, mordisqueando una tostada-

Se lo expliqué en pocas palabras, y sólo añadió un -“Oh, vaya”.
Bien mirado, no se lo tomó tan mal, vistas las circunstancias y todo eso.

Tampoco hubo tiempo para más. En ese momento, el reverendo Foxtrott, que nos devoraba con la mirada, se dirigió a la duquesa y le dijo: “Creo que estos jovencitos tienen algo que anunciar”. ¡Y eso fue todo! ¡Estamos prometidos!
Mary Tipton se desmayó, y todos los demás parecían tan felices que nosotros también lo fuimos, y así hemos seguido desde entonces.

Ah, l'amour... l'amour est un oiseau rebelle!

12:01 PM

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